Recuerdo que vivía en un tercero por el botón que nos iluminó en el ascensor. Habíamos invertido la tarde en el centro de la ciudad, paseando como inquietos desconocidos que hacen más preguntas que recorrido, compartiendo un cucurucho de sabores desagradables para mí, por romper el modelo pregunta-respuesta que dominaban nuestras horas y encadenarme a algo más real. Hacía un sol estival y bastaba con desatender el helado para ver afluentes de caramelo y pistacho avanzando con presura por su mano que rápidamente acortaba con su lengua. El calor ofrecía un entretenimiento más entregado a la imaginación que a la comprensión. En el curso de las averiguaciones íntimas llegué a un punto de excitación que me sugirió más alcohol que paseo para entender la realidad de nuestros deseos. Así fue como llegué a un tercero.
- Ve a la cocina mientras preparo el salón.
Fui sirviendo las copas sin rechistar, recargando la mía ante la incredulidad de las circunstancias que me habían conducido a un hogar extraño. Recuperé la calma con la tercera copa acomodado en un incómodo sofá de piel por el que me deslizaba como un tobogán. Hubo un momento en que sugerí mejor asiento cuando ella llevó su mano a su hombro para masajearlo y nadie objetó. Al instante estaba montado sobre sus nalgas frotando mi sexo sin intermedio y aliviando su espalda con relajantes musculares. Temí que Baco me pasara factura, entonces apelé por el dicho que reza que en las travesías largas es donde uno debe dar la talla. Atravesado medio desierto sorprendentemente mi miembro fue creciendo pese a mi declarada ebriedad. Complací sus peticiones con una loción de menta para apaciguar sus dolores vertebrales, momento en que empezamos a trotar y para cuando quise ser algo más que su dura esponja –o mejor dicho, un parabrisas imperfecto-, un escozor recorrió la cabeza de mi pene. La exclamación la sobresaltó, fue algo así como un rídiculo “me cachis”, se volvió de imprevisto y el jinete dio en el suelo, con lágrimas en los ojos. Apuré la copa, pero sólo ella, sensibilizada con mi picazón, conocía el remedio a mi mal. Se prestó de rodillas a auxiliarme, conforme el manual. Un trabajo de la más exquisita diligencia me devolvió temprano a los cielos de un tercero, borrando cualquier rastro de loción. Bombeaba con magnífico brazo diestro mi sexo que sólo mi estado podría ofrecer disculpa a mi actitud. Hacía ya que mis ojos permanecían ocultos, y lo que en un principio podría interpretarse como una satisfacción sexual pronto se empezó a asumir como una manifestación de somnolencia avanzada. Supuse todo esto en mi fuero interno. Más tarde supe que una revelación mía, fruto de mi inconsciencia, le motivó a seguir lamiendo con frenesí mi órgano sexual. En concreto, el estribillo de una canción que decía algo así como “No pare, sigue sigue”. Sumamente complaciente rastreó con su lengua una fortuna y, maravillas de la vida, me rescató del sueño con energías renovadas para recostarla sobre la mesa del salón. Hasta ese momento no reparé en lo lindo de su sexo, despejado de cualquier herbazal púdico, con sus labios firmes a la espera de un recibimiento honorable. Me pareció tan majestuosa la entrada que hasta me replantee lo inadecuado de explorarla con mi dedo corazón escoltado por mi índice. Por su reacción salí de dudas al instante. Pronto comenzó una carrera de gemidos descontrolados conforme mis dedos entraban y salían tal cual si estuvieran propulsados por un muelle cada vez más tenso. La curiosidad la incorporó de la mesa. Besé sus labios con mi extensa lengua y luego la besé a ella. A petición suya simultaneé la masturbación digital con la oral, convirtiendo aquella sala en un festival orgásmico. Me fijé en su rostro: trataba de mantener apretados los dientes en un empeño por controlar su desmedido placer salido de su boca en forma de grito. Mitad excitación, mitad vergüenza sus mejillas conservaban placas rojas. Debo reconocer que me asustó la idea de que el concierto pudiera derivar en una misa sin párroco. Convine en darle seguridad en su expresión sexual animándole a que no se callara con un acompañamiento creado ipso facto para que gozara el acto en su plenitud. Fue cuando empecé a sentir las primeras vibraciones de su afinado órgano, seguidas de una concatenación de sonidos que proclamaban el advenimiento. Desde lo más profundo brotó un espectáculo de flujos y placer inédito que ningún otro hombre pudo igualar.
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