A nadie le cabe ningún género de duda de que desde que la gran red de redes llamada Internet existe la comunicación interpersonal ha crecido enormemente, las transacciones son simultáneas, las posibilidades de contactar en tiempo real con personas situadas en puntos geográficos extremos es un hecho y todo ello con unos costes mínimos cuando no nulos.
Además de un puerto comercial, vestíbulos de comunicación como chats, Messenger, Skype, Twitter o Facebook, concitan a un gran número de internautas para chatear, compartir archivos… Tecnológicamente estamos mejor comunicados que hace una década gracias a la accesibilidad a las autopistas de la información, pero nuevos tiempos traen también nuevos riesgos, e Internet no es un caso excepcional. No estamos exentos de los peligros de la red; más bien somos demasiados vulnerables para convertirnos en una presa fácil. Hay historias bonitas como las imparables reconciliaciones con Wendys, de Santo Domingo. Puedo hablaros de Julia, una chica alemana que conocí hace tres años y con la que vuelvo a contactar gracias a Messenger, de Silvia Rodríguez, dominicana, afincada en Boston con la que bailé aferrada a su cintura una noche madrileña de hace cuatro años y a la que le sigo la pista a través de la red, del teléfono fijo de Lamiae que estuve a punto de encontrar gracias a las páginas blancas virtuales de Marruecos. Bondades a las que se unen perversidades como la ruptura con Ariadnita, mejicana asentada en Madrid con la que decidí perder contacto ante la imposibilidad de reunirme personalmente con ella en una segunda ocasión, el rechazo de la nicaragüense Claudia, o las diferencias insalvables con Any.
Mis contactos me obligaron a reflexionar. Nada merece tomarse tan en serio, pero jamás jugar con la mentira y las buenas intenciones de los demás. Así fue que me disculpé a Karen por una mentira que le revelé y que quizá nunca hubiera descubierto dadas las millas que separan la capital de España de la de República Dominicana. A Elianny le escarmentó la red y guarda severas reticencias cada vez que le declaro mi afecto.
Mi consejo ha sido siempre: ¡Precaución! Aprendo mis prédicas con la misma facilidad que las vulnero. Marisol, de Perú, como tantas otras, estuvieron advertidas, pero resulta fácil acabar sucumbiendo a la provocación.
Para mí son importantes, ángeles caídos y en gracia, pero soy consciente de las trabas que interpone la distancia. Quiero con mesura y si traiciono es porque antes no he sido justo conmigo mismo. La falta de medios económicos, la soledad, la premura en hallar compañía heterogénea nos conduce a la red en busca de la morfina que nos evada.
Sigo manteniéndome en las mismas. Con todas sus ventajas la red puede acabar derivando en el pozo de millones de adictos. ¿Quien no sabe que el vicio mata y el consumo prudente enardece?
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