No recuerdo salida nocturna en que la ilusión de volver a
casa superara con creces la que me llevó a salir. La Fontana de Oro (Calle de la Victoria, 1, Madrid) lo ha conseguido
sobradamente. Si hubiera pasado 15 minutos dentro del antro no dedicaría un
post, pero estuve una hora y esa tortura artístico-musical-etílica lo merece.
No voy a criticar la horrible combinación de la escena a la que una persona
sobria puede dar crédito (paredes llenas de óleos dedicados a personalidades
políticas, farolas alternadas con columnas de orden corintio,
una moto chopper colgando del techo, un obispo sentado en su trono divisando la orgía,
perversión tras perversión, ni tampoco
censuraré el mal gusto musical porque entonces os tendría que hablar de El Doblón, del que recientemente escribí en otro post. La razón de postear este tugurio es para juzgar la calidad
del alcohol, tomando como muestra una copa de ron Brugal con cola. No parecen
utilizar garrafón propiamente sino que disuelven los alcoholes en agua. La camarera
(halagada se sentirá si llega a creérselo) sirve media copa en vaso grande de
ron negro. Mi sorpresa no puede ser mayor hasta que lo pruebo y compruebo que
tiene un toque dulzón pero sobre todo una dominancia acuosa, que resta azúcares
al ron de importación. Quiero creer que los únicos alcoholes buenos que sirven
son los tragos cortos, porque fui a pedir dos chupitos de tequila y la camarera
ya me advirtió de antemano, son 4 euros cada uno. Mejor déjalo estar. A esto
súmale las estridentes canciones del verano, y otras horrendérrimas y
superexplotadas como la famosa canción de la película Grease. Por si fuera
poco, tuve la mala fortuna de verme cercado por un horco femenino con más
alcohol que sangre en el cuerpo, haciendo equilibrios para mantenerse en pie y
reclamándome al tiempo, con una voz que quedó grabada en mi memoria como de
ultratumba, un trago de mi cerveza. No volví a fijarme en el obispo pero seguro
que debió divertirse a lo grande con la escena que le ofrecimos los presentes.
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